Erizo púrpura - Viento Sur

2022-06-11 01:21:48 By : Mr. Gasol pan

Nos abren los poemas de Iris Almenara (Castellón de la Plana, 1989) a una realidad multisensorial, rica en estímulos, disparadero continuo de evocaciones y de resonancias. Los elementos naturales y la fortaleza de los vínculos son los anclajes fundamentales en ese recorrido, que termina por revelarnos los senderos para una existencia plena, para la vida buena: aquella que es compartida y que es orientada por el amor, la empatía y la compasión. Las potentes imágenes de sus versos estallan encadenándose, con lo que se construye un horizonte lírico continuo que no nos deja caer en una mirada superficial del entorno. De hecho, la conciencia feminista y de clase brota en cuanto se presta atención al suelo de donde nacen estos versos. Por otro lado, las estructuras reiterativas y los paralelismos tejen amarres que permiten imantar la percepción en ese viaje. Empujados, así, por un ensanchamiento del mundo para abarcar esas nuevas relaciones insólitas de lo real, con cierto sentido irracionalista y una inclinación asimismo hacia el expresionismo, las piezas de Iris Almenara alimentan nuestra imaginación. Y, con ello, nuestra aspiración de utopía, nuestra necesidad de posibilidades. Además, siempre se sitúa el cuerpo en uno de los extremos, con lo que su deambular onírico no pierde pie con lo material. La presencia de los muertos y del cuerpo dañado o agredido, casi siempre en fragmentos, nos remite a la memoria y la constatación de la fragilidad en estos tiempos de atomización y autoaislamiento. Ambas reiteran, a la vez, la trascendencia de los vínculos y del cuidado colectivo.

Dejémonos zarandear, entonces, por el indomable vendaval de aliento poético de los poemas de esta autora.

Nos doblamos sobre los cauces chirriantes de avenidas, dejando marcas en la piel de árboles prefabricados que anidan en pequeños restos de una mandíbula doblada sobre sí, haciendo de la dentadura el rincón perfecto donde morir. Elegimos doblarnos hasta ser el lápiz que perfora pezones, la astilla de la memoria enferma, los puntos de sutura mal enhebrados que saltan en ese calor oscuro al rozarnos. Nos arrodillamos sobre el manto negro de la tierra recién movida que escupe en sus manos el humo blanco de lo que fue un cuerpo, lo que fue recipiente de encías nómadas y uñas blandas. Hemos creado un puente ungido de fluidos vaginales con todas las niñas sin vida, asomando sus brazos y piernas, pidiendo a gritos la bendición sagrada de los astros porque ellas no eligen ni se arrodillan, ellas en su agonía se doblan y solo piden que la luz no se encienda. Descansemos las rodillas no elegidas, la doblez de los intestinos enredados, el aliento seco del féretro. Descansemos sobre compresas de silencio que a veces el grito enmudecido llega más adentro de los muertos.

CLASE OBRERA Nunca se puede amar con las huellas borradas porque es en el otro donde encontramos la luz del extrarradio. Ahora comprendo, padre, las palabras que nos dejaste al expirar: el musgo solo crece si lo abrazas. Estamos bordando una enredadera para que con su manto meza a todos los hijos que se dejaron las manos trepando.

EL HAMBRE DE JÚPITER

El lenguaje despega su olor hacía fuera, los pulmones del cielo se derriten en cajas de leche, cajas que sirven de mantas a la verdadera nobleza. Todos los octubres suena la canción del trigo y salen los obreros a construir sus estrellas, las visten de azafrán y cúrcuma para que reluzcan en los semáforos. A la una del mediodía el cementerio cierra sus puertas, avisan siempre por megafonía, lo escuchamos desde casa. Vivimos en continuo avistamiento. Glend Gould viaja en la sonda espacial Voyager desde 1977, y las máquinas de las granjas entonan en canon los alaridos despiezados, a los pollos les quitan los tumores. Acumulamos brevedad en los caminos pacíficos y toallas limpias, no quiere la sombra enseñarnos su corteza. Abren las arrugas sus puertas, dice la dependienta que necesito crema para pieles maduras. Tres muertas en Chile durante las protestas. El viento que nos llega está repleto de cenizas, inhalamos a las nuestras. Compro ropa de segunda mano en el mercado. Nos culpan de todo a nosotras, y ellos con el hambre de Júpiter en las piernas, vertiendo residuos, comprando gobiernos, apostando por la muerte a diario; ellos se esconden tras sus grandes carteles, ofertas y anuncios, ellos son la marca cáncer, la marca polución, la marca del dos por uno y miles de cardiopatías. Mi padre estaba recién difunto y nos llamaban por teléfono reclamando una deuda, para los fondos buitre somos inmortales, la mayor mentira de este sistema es la eternidad. Así alimentan a Júpiter con kilos de plástico en los intestinos, el gran amor de la industria y un concierto de Bach. Por fin, algo bueno en la humanidad.

Todas las mañanas fusilan a los árboles de la ciudad. Desnudos nos contemplamos. Las esquinas de mi cuerpo carcomidas entre los dientes de una pantera, están untadas con polvo de incienso. Nosotras, las embarazadas de nada, rompemos con el cordón umbilical que nos asfixia y abortamos crucifijos por el salario mínimo. Los muertos nos reviven de la rutina rociándonos de saliva fértil, mientras las semillas siguen exterminado al avispero ávido que habita en bocas abiertas, en bocas que se besan hasta ser arena. Todas las mañanas fusilan a los árboles de la ciudad. Desnudos nos contemplamos. Cadáver frente a cadáver.

Los muertos de hambre solo respiramos materia gris, y se nos resbala en los tímpanos, haciéndonos un nudo enorme, guardando así nuestras orejas del frío. Durante la noche plantamos flores en las bajantes de los edificios, para sujetar el silbido de los sueños que crece en nuestros zapatos recién dormidos. Desde pequeños nos educan para sobrevivir al jarrón plantado sobre la mesa, al jarrón repleto de cocaína, papeletas electorales y árboles difuntos. Porque nosotros somos la voz apagada sin micrófono, la pestaña dentro del ojo taladro, el aliento que desprenden las tuberías, ese bulto molesto en la espalda que nos impide levantarnos; somos la epidemia contagiosa que nunca se cura y que solo vive para expandirse. Los muertos de hambre, como ustedes nos llaman, alimentamos cada rincón de nuestro espíritu con lombrices de luz, y duchas en seco de paz, con una almohada que guarda la impureza del pulso. Porque preferimos no amarrar nuestros pies en tierra. Aunque algunos ni siquiera lo preferimos, algunos simplemente nacemos siendo unos muertos de hambre, con la vida saciada y el corazón cubierto.

El valor de una moneda es proporcional al sudor de los ojos obreros, a los ojos que encierran cien pájaros tuertos, a la comida que preparaba madre para seguir empapando los estómagos de escamas cuando los días eran cortos y las horas flojeaban en el barranco ácido de las bocas. Pero, ante los brazos descubiertos de los árboles, se rinden señores de chaquetón acolchado para lamer, de manera definitiva, el peso de una moneda, el peso desnudo del mundo que solo conocemos los desheredados. Porque nosotros guardamos las últimas voluntades en la plantilla recién recortada de los zapatos usados, en una estampa de Buda sobre la cama, en los posos de té amargo que chorrean por detrás de la puerta, mojando así el matojo de polvo que arrastramos durante toda la vida. Y si me preguntan cuáles son mis últimas voluntades, les diré que me devuelvan al viento, y que el único rito permitido es la voz y la risa, el canto y el abrazo. Quiero regresar al aullido partido por el parpadeo de un rayo en el jardín de tierra y gusanos, a la tranquilidad del sol pintando un ombligo, y a la quietud de la luna recostada sobre la tráquea. Quiero regresar a los pies descalzos de un orangután, y al pelo que esparcen los gatos en sofás ajenos, al ruido arrugado de una botella, y al combustible fósil que tantas guerras causa. Y en última instancia quiero dejar aquí mi paz plantada, en estas rejas que son mi cuerpo, en estas migas de pan que son mi espíritu, en el agua bordada de aire sobre nuestros pechos deshabitados, como peces sin hocico ni alimento, abrazados en el borde de la pecera. Mi última voluntad es regresar al amor proletario, ese que nace y muere en el frío de las manos.

A veces pasa que construyes torres de agua salada, pero mañana habrá que barrer, una vez más, otro bosque de arena. Nos separan sesenta kilómetros de un pellizco entre nosotras, de la llamarada violeta que susurra cuentos y acaricia los párpados, de la voz tranquila que plancha y dobla mis miedos y los encierra en su blanco armario bajo llave. El tiempo pasa y él no vuelve, pero tú regresas como el sol enroscado en un círculo de alambres, en el mismo vientre en que una vela alumbra otra llama, y llama el silencio traspapelado a otro silencio donde acumulas lunas de papel color de plata. La lejía no limpia el negro de los iris, hermana, pero saber que somos dos tenues lámparas saladas me enjuaga el gris estropeado de la rutina. Y aunque a veces pasa que no te veo, a través de un borde muy fino, crujes como un ruido en los cimientos de la columna de aire que exhalo al cantar, y frente al olvido ávido del frío que habita en mí me descubro en ti, hermana.

Para leer y pensar más allá de lo inmediato

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